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martes, 26 de junio de 2012

Doña Pepita.

Allá por el año ochenta, un servidor de ustedes comenzó la enseñanza primaria. Fue en un colegio recién estrenado en el barrio y mi primera profesora o señorita como se decía entonces fue Doña Pepita.
Doña Pepita debía rondar los cuarenta y tantos por entonces, aunque su aspecto físico y su manera de vestir la hacían parecer mayor. Su cuerpo me recordaba a los muñecos de nieve y con los años al perfil de Alfred Hitchcock al comienzo de su serie. Sería fácil dibujarla a base de círculos de distinto tamaño. A esto contribuía que tuviera el pelo muy corto, facilitando el círculo más pequeño que sería la cabeza. Se completaba su estampa con unos pendientes de perlas, un abrigo largo que se ensanchaba según bajaba formando una campana, un bolso de mano y unos zapatos de tacón.
Era una profesora seria y exigente que de vez en cuando repartía algún pescozón. Recuerdo que nadie se le subía a las barbas pese a su cómico aspecto. A la pobre le tocó lidiar con una banda de chavales mayores que no habían sido escolarizados por entonces y que con el paso de los años se convirtieron en delincuentes y primeros drogadictos del barrio. No se andaba con chiquitas Doña Pepita, los colocó a todos al fondo de la clase y los puso a rezar el Padre Nuestro, oración que aprendíamos todos los demás niños bastante asustados de tener unos compañeros tan mayores y gamberros.
Sólo me dio clase un año y con los años se perdió el contacto. La verdad que le tenía cariño a la señora porque aprendí mucho con ella y me caía muy bien. Todo así hasta hace unos años que casualmente nos encontramos por la calle. Yo iba acompañado de mi madre y fue ella quien la reconoció. Estaba ya muy viejita pero su carácter imperturbable se mantenía. Seguía con su mismo atuendo y aunque su corto pelo era ya blanco, conservaba la energía que yo recordaba. Nos saludamos muy afectuosamente y tras admirar cuánto había crecido me preguntó a qué me dedicaba. Tras decírselo su risueño semblante cambió a serio y comenzó a mover la cabeza y suspirar diciendo:
-"Con lo buenos chicos que érais, ninguno de vosotros a llegado a nada..."
Se me calló el alma a los pies y tras un momento de orgullo intentando responder a la afrenta, reconocí que tenía razón. No sé qué expectativas tendría Doña Pepita de sus alumnos, pero algo más de nosotros sí que se esperaba. Nos despedimos cordialmente y hasta la fecha no la he vuelto a ver. A lo mejor la pobre ya no está con nosotros, pero a mí no se me olvidará en toda mi vida ese último encuentro. Aflora en mi memoria cada vez que llego a casa asqueado del trabajo y con ganas de cambiar de aires. Me duele y espero poder algún día darle una satisfacción a la memoria de Doña Pepita, mi “seño” de primero de EGB.

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