El Señor Moore se marchó hace unos días. Vino a nuestro país supongo en busca de un poco de calor y unos rayos de sol en el frío febrero, y después se marchó de estos paisajes terrenales para siempre.
Después de caminar largos años por las veredas del rock, coincidimos finalmente en el remanso del blues, donde hicimos buenas migas. Él cantaba y tocaba la guitarra y yo disfrutaba escuchando. Incluso tuvo la deferencia de pasar por nuestro barrio antes de irse para el otro. Lo recuerdo (ver enlace) y todavía me maravillo del control que tenía sobre la distorsión. Sus manos dominaban y moldeaban lo que en otro cualquiera sería tan sólo una máquina de hacer ruido. Le perdono sus interminables solos que daban vueltas una y otra vez recorriendo el mástil sin parar y que conseguían que al final mi cabeza también diera vueltas y se despistara inmersa en una narración futbolística.
Me entristece lo prematuro de su muerte, ya que cincuenta y ocho años es casi la adolescencia de un bluesman. Ya no podrá sentarse octogenario en un porche mirando al sol, bebiendo una cerveza y tocando rock and roll con su guitarra como sueñan los Deltonos. Gracias por sus paseos por París Señor Moore, por aquí le seguiremos respetando hasta el día que el infierno se congele.
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