A estas alturas de la partida no voy a contar nada sobre la trama de esta joya de la literatura universal, archiconocida por todo el mundo y con innumerables adaptaciones al cine y a la televisión. Sí voy a reconocer que posiblemente debido a todas estas versiones en distintos formatos visuales, no había tenido ocasión de leer el original hasta este momento, espina que me acabo de sacar con gran alivio. Y de esta lectura ha surgido una reflexión que es el propósito de esta entrada.
Ambientada, como no, en el magnífico escenario del Londres victoriano, con una sociedad llena de prejuicios y de estrictas fronteras entre las clases sociales, quizá no había otra salida que la química para dar rienda suelta a oscuras aficiones y perversidades impropias de alguien tildado como decente. Y aquí llega mi reflexión, metidos de lleno en el siglo veintiuno de las redes sociales y el internet omnipresente cual versión moderna del todopoderoso, donde abundan por doquier los Dr. Jekyll 2.0 en tantísimas y numerosas versiones que podrían extender hasta el infinito la serie de decimales. No sólo tendrían cabida aquellos que a través de seudónimos y clónicas cuentas de correo pululan por la red interpretando no sólo personalidades ocultas, sino incluso hasta cambios de sexo virtuales, mostrándose tan opuestos a lo que en realidad son. Además entrarían aquellos que sin ocultar su verdadera identidad, muestran una apariencia que nada tiene que ver con su auténtico carácter, sin necesidad de inventarse nuevos personajes. No me negarán que no saben de algún caso en el que conociendo al personaje real en cuestión, se han tirado de los cabellos y rasgado sus vestiduras al ver su perfil en las redes sociales. Ay, Señor Stevenson, si hubiera conocido estos adelantos en su época, que distinta habría sido su novela.